domingo, 30 de enero de 2011

Pensamiento


Una des las múltiples cosas que siempre me han fascinado de los ultra-conservadores, derechistas y otros gacetistitas o intereconomialísimos, es Su acérrima voluntad en que el pueblo “parezca” cercano a Sus sentimientos patrióticos y religiosos, que “parezca” próximo de Sus ideales… pero que sea imbécil. Que sea pobre. Que tenga/deba depender de Ellos... para servirles. Y a poder ser, que no hable demasiado. O ya puestos, que no hable nada.

Imagino a esa solemne familia sentada en torno a la comida o cena, rezando antes de repartir (¿equitativamente…?) Sus alimentos. Imagino a un padre distante y autoritario, seguro de Sí mismo en cuanto a la educación de sus hijos. Certero de que la moral y los ideales se imparten en casa, no en cualquier otro lugar, como en la escuela. Recto, impasible ante los problemitas de Su mujer, cuidadosamente sonriente, sentada al otro lado de la gran mesa, quien observa con deleito y orgullo al niño varón que consiguió dar a Su hombre, mientras de reojo señala cuándo y cómo debe el servicio llevar y traer los platos o servir más vino.


Imagino a un chaval bien peinado, que con toda seguridad será abogado o empresario, como Su padre. Y como lo fue Su abuelo, el que fundó la fábrica de cemento, que por cierto obtiene mayores beneficios que sus competidores porque vende la mezcla con más cantidad de arena que minerales, lo que en alguna ocasión, dio un susto al cabeza de familia, al derrumbarse una obra cuya constructora usaba cemento “De Solana”. Aunque no fue a más, puesto que gran parte de las acciones de la constructora pertenecen precisamente al jefe de familia, quien consiguió echar la culpa al entonces responsable de obras, quien por cierto, purga hoy en día pena en la cárcel de Valdemoro.

Imagino a esa jovencita, criatura delicada donde las haya, que desprende a cualquier hora aroma a mezcla de Nenuco y sábanas limpias. Su único propósito en la vida es casarse con Pedro del Real , hijo del socio de Su padre, un joven de buen ver, rico, poderoso y de envidiable posición social. Pues esa nueva meta, hará que el pasado, manchado por un tremendo error, un embarazo no deseado con quien no debía y un posterior aborto en una clínica privada de Londres, se detenga y parezca que, sencillamente, no haya ocurrido (pues, pensarlo con fuerza y repetir insistentemente lo contrario hace que una mentira se torne en realidad).

¿Por qué habré de callarme…? Ah, ¿es esto acaso demagogia barata? ¿Es este un acto bajo, atrasado, casposo y fácil? ¿Cómo dice? ¿Que el generalizar de esta manera es algo mezquino y miserable? Y, pongamos por ejemplo que dedico mi vida a alentar esta opinión, ¿no sería incluso hasta peligroso?

Me callaré. Pido perdón.

La próxima vez que lea una opinión sobre la traducción simultánea en el Senado, que me encuentre con el enésimo artículo sobre el aborto español o que me envíen un panfleto asegurándome que la Ley de Educación para la Ciudadanía manipula y adoctrina a nuestros hijos, pensaré mejor mis palabras antes de soltarlas.


Aunque no pueda prometerlo. Pues me conozco.



domingo, 16 de enero de 2011

Belén Esteban no es tonta


Si un político dice que las necesidades y la presión internacional hacen que se tenga  que exigir una subida de impuestos o la congelación de tu salario, sencillamente, no te está diciendo que por su culpa o por las gestiones realizadas por el gobierno anterior implican que pague el más débil, no el rico. Esa sería una ligera verdad. Una pequeña verdad. Pero conviene no decir las cosas tal y como son. Sobre todo en política. En otros entornos, es algo fundamental e incluso va más allá. Imagínate que un gran supermercado, por ejemplo, Carrefour, se dedique a promocionarse  a través de anuncios televisivos que informan al consumidor de que la marca francesa se enorgullece de haber evitado que 9000 toneladas de CO2 ensucien la capa de ozono al haber eliminado las bolsas de plástico de sus centros (las bolsas gratuitas, claro). Por lo tanto, siendo uno de sus clientes, tú debes sentirte orgulloso.


Es maquiavélico.

Aunque usar la excusa del cuidado al medio ambiente para ahorrarse 4 millones de euros al año, cobrarte a ti como cliente por otras bolsas que venden, pagar anuncios televisivos con los beneficios que les proporcionas para reírse en tu cara, y que nadie diga nada, sin duda es lo que a mí me impresiona realmente.

Que ING Direct imponga con sus anuncios el lema de no ahorrador o ahorrador - como si esa condición fuese la única forma de ser feliz en la vida- también es deplorable, triste y patética.
Nombro a Belén Esteban en el título porque nos solemos quejar de ella a todas horas. Que si es tonta, que si no se merece salir en portadas de medios “serios”, que si es lo peor, blablablá…

Y yo creo que en todo esto, los tontos somos nosotros. Creemos ser inteligentes. Creemos ser listos, y en el fondo somos auténticos imbéciles. Por creer. ¿Por querer creer? No lo sé.


Lo que sí sé, es que Belén Esteban es tan lista como el que diseñó las campañas de ING o de Carrefour.


lunes, 3 de enero de 2011

Mi viejo


Recuerdo cuando no debía pasar los siete u ocho años. Por aquel entonces todo era muy sencillo y no tenías por qué preocuparte por nada, pues todo se te daba hecho. Por eso parecía fácil; porque las cosas se recibían, no se buscaban, y ni mucho menos se hacían.

Mi padre volvía del trabajo sobre las seis de la tarde (donde me crié, gracias a Dios -como en cualquier país decente- uno deja de trabajar a esa hora, por aquello de poder disfrutar del resto de la tarde, entre otras cosas), y yo observaba sin demasiada atención su rutina, de reojo: él entrando en casa, acariciando al perro, saludando a sus congéneres con la mirada baja mientras dejaba su chaqueta en el perchero, descalzándose y, lentamente, sentándose en el sofá del salón a ver la tele. Daba igual que mi hermana o yo estuviéramos postrados antes la caja tonta, cuando él llegaba, sencillamente, la tele era suya y nosotros lo respetábamos.

Solía echar un vistazo al telediario, zapeaba por la (triste) programación de Televisión Española Internacional y finalmente acababa ojeando algún periódico tirado sobre la mesita del salón: L’Express, L’Impartial, o ese ridículo periódico que editaba una empresa de alimentación (¿qué nivel de seriedad puede tener el rotativo de un supermercado?).

A mi padre jamás le entusiasmó el cine, aunque siempre tuvo una debilidad: solía ver películas en la RAI 1, cadena nacional italiana que, entre galas horteras que harían palidecer de envidia la programación actual de Telecinco, solía retransmitir legendarias películas como “El bueno, el feo y el malo” o “Harry el sucio”, que yo descubría con absoluta estupefacción junto a él.

Lo bueno era que, gracias a unos amigos italianos de mis padres que solían pasar por casa algún que otro domingo, el idioma no me era del todo desconocido, e incluso entendía los diálogos de las películas, pues ese ronroneo cantarín se me ofrecía como una música mágica que sonaba en mi mente, aunque no de manera clara e inteligible, sí en forma de sensaciones que desprendían su contenido, fuerte, dramático, intenso, y tremendamente irónico. De hecho, ese genial humor es el mejor de los recuerdos que hoy tengo de las sesiones junto a mi padre.
  
Il mondo si divide in due categorie: Chi ha la pistola carica e chi scava. Tu scavi”, decía impasible mientras amartillaba su revolver un enorme Clint Eastwood al “feo” Eli Walach. Y recuerdo que en la mirada seria del héroe veía de alguna manera a mi padre. De hecho, antes, no podía imaginar hacer algo que fuese en contra de lo que él pensara, o de lo que creía era correcto, pues a mis ojos era un justiciero solemne y deseoso de que se cumpliera la ley.

¿Hoy? Nos vemos quizá dos o tres veces al año, como mucho. Solemos tomar unos vinos, pasear y recordar alguna situación del pasado. Y suele despedirse con un simple: “No bebas mucho. No fumes. Cuídate.”, unas palabras que suenan con fuerza y de manera demasiado rotunda. Y yo no dejo de pensar; ¿dónde coño han pasado mis veinte años? Y pese a lo poco que nos vemos y hablamos, sigue siendo para mí el ser que, erguido, fuerte y serio, se postraba ante el televisor con una leve y a primera vista inocente sonrisa pintada en sus labios, justo antes de poner una de esas películas que solíamos disfrutar y que, todavía hoy, me provocan un cosquilleo que recorre todo mi cuerpo cada vez que las disfruto.

¿Qué ha sido de nosotros, viejo?