lunes, 3 de enero de 2011

Mi viejo


Recuerdo cuando no debía pasar los siete u ocho años. Por aquel entonces todo era muy sencillo y no tenías por qué preocuparte por nada, pues todo se te daba hecho. Por eso parecía fácil; porque las cosas se recibían, no se buscaban, y ni mucho menos se hacían.

Mi padre volvía del trabajo sobre las seis de la tarde (donde me crié, gracias a Dios -como en cualquier país decente- uno deja de trabajar a esa hora, por aquello de poder disfrutar del resto de la tarde, entre otras cosas), y yo observaba sin demasiada atención su rutina, de reojo: él entrando en casa, acariciando al perro, saludando a sus congéneres con la mirada baja mientras dejaba su chaqueta en el perchero, descalzándose y, lentamente, sentándose en el sofá del salón a ver la tele. Daba igual que mi hermana o yo estuviéramos postrados antes la caja tonta, cuando él llegaba, sencillamente, la tele era suya y nosotros lo respetábamos.

Solía echar un vistazo al telediario, zapeaba por la (triste) programación de Televisión Española Internacional y finalmente acababa ojeando algún periódico tirado sobre la mesita del salón: L’Express, L’Impartial, o ese ridículo periódico que editaba una empresa de alimentación (¿qué nivel de seriedad puede tener el rotativo de un supermercado?).

A mi padre jamás le entusiasmó el cine, aunque siempre tuvo una debilidad: solía ver películas en la RAI 1, cadena nacional italiana que, entre galas horteras que harían palidecer de envidia la programación actual de Telecinco, solía retransmitir legendarias películas como “El bueno, el feo y el malo” o “Harry el sucio”, que yo descubría con absoluta estupefacción junto a él.

Lo bueno era que, gracias a unos amigos italianos de mis padres que solían pasar por casa algún que otro domingo, el idioma no me era del todo desconocido, e incluso entendía los diálogos de las películas, pues ese ronroneo cantarín se me ofrecía como una música mágica que sonaba en mi mente, aunque no de manera clara e inteligible, sí en forma de sensaciones que desprendían su contenido, fuerte, dramático, intenso, y tremendamente irónico. De hecho, ese genial humor es el mejor de los recuerdos que hoy tengo de las sesiones junto a mi padre.
  
Il mondo si divide in due categorie: Chi ha la pistola carica e chi scava. Tu scavi”, decía impasible mientras amartillaba su revolver un enorme Clint Eastwood al “feo” Eli Walach. Y recuerdo que en la mirada seria del héroe veía de alguna manera a mi padre. De hecho, antes, no podía imaginar hacer algo que fuese en contra de lo que él pensara, o de lo que creía era correcto, pues a mis ojos era un justiciero solemne y deseoso de que se cumpliera la ley.

¿Hoy? Nos vemos quizá dos o tres veces al año, como mucho. Solemos tomar unos vinos, pasear y recordar alguna situación del pasado. Y suele despedirse con un simple: “No bebas mucho. No fumes. Cuídate.”, unas palabras que suenan con fuerza y de manera demasiado rotunda. Y yo no dejo de pensar; ¿dónde coño han pasado mis veinte años? Y pese a lo poco que nos vemos y hablamos, sigue siendo para mí el ser que, erguido, fuerte y serio, se postraba ante el televisor con una leve y a primera vista inocente sonrisa pintada en sus labios, justo antes de poner una de esas películas que solíamos disfrutar y que, todavía hoy, me provocan un cosquilleo que recorre todo mi cuerpo cada vez que las disfruto.

¿Qué ha sido de nosotros, viejo?



No hay comentarios:

Publicar un comentario