lunes, 20 de diciembre de 2010

El arte de fingir

Siempre que me pongo a pensar en lo trágico que resulta el entorno educativo de este país para toda la gente que opina sobre ello, llego a la misma conclusión; no sabemos de lo que hablamos. De hecho, no sabemos ni lo que somos, ni lo que desearíamos ser. Esa es -y cada día lo tengo más claro- una de nuestras grandes lacras. Nuestra suerte. El no saber, sin saberlo. Y no digo que yo lo sepa, ¡válgame Dios!, pero sí pienso que nos solemos quejar, cayendo en comparaciones tan constantes como irracionales, sin buscar el verdadero epicentro de esta  desgracia; no tenemos ni idea de lo que significa la palabra “vocación”.

Veo gente terminar su escolaridad obligatoria sin saber a dónde dirigirse. Esperan las notas de selectividad para saber lo que estudiar en la universidad. Efectivamente, la nota máxima obtenida es el señuelo… ¿filología?, ¿derecho?, ¿biología? ¿Por qué no un año de cada, para ver de qué va el tema?

Los jóvenes españoles tienden a no tener ni idea de lo que desean hacer en la vida. Ni en sus vidas profesionales. Por eso, en muchos casos (entenderéis que es difícil no generalizar, pero espero sabréis separar el grano de la paja, yo largo ideas y pensamientos) la universidad es usada como caldo de cultivo, como laboratorio social para intentar averiguar algo que, normalmente, se encuentra en nosotros mismos.

Me acuerdo de cuando estaba en secundaria. Teníamos un despacho llamado “de orientación profesional”. Y como su nombre indica, era un lugar que ofrecía información acerca de (casi) todos los oficios posibles. Admitiendo, eso sí, que los sueños de ser astronauta ya se te hubieran pasado a los catorce años. Si te interesabas por algún oficio en particular, pongamos como ejemplo mi propio caso; técnico de laboratorio médico (pintaba bien y era algo un tanto “solitario”, por lo que me interesé pronto por ello), los “orientadores profesionales” te conseguían unas prácticas de una semana, tan solo unas horas al día y por supuesto fuera del horario escolar. Concretamente y siempre en mi caso, pude pasar unos días de prácticas en un reputado laboratorio que trabajaba con diversos hospitales públicos de la ciudad.

Fue algo apasionante; una semana mirándo probetas, gráficos que traducían lo que observaban los microscopios, descubrir que la piel se podía cultivar (!), ver cómo una persona diagnostica un mal y ofrece  al médico información para que sepa cómo enfrentarse a la enfermedad del paciente…

Aunque no me decidí por ese oficio porque el último día, también pude observar como las heces representaban una materia prima realmente generosa para el diagnóstico.

¡Pero eso lo supe con catorce años! Esa información me resultó valiosa, pues cuando llegó la hora y sabía lo que me interesaba -y para mí lo más importante- también sabía lo que no me gustaba.

Los oficios no se respetan como en otros países (lo habéis adivinado, no estudié en España). No digo que eso sea algo anecdótico. Pienso realmente que el actuar de este modo es algo maligno. No podemos respetar a un médico o a un abogado, sin saber observar la profesionalidad de un técnico, de un administrativo, de un consejero o de un maestro.

Pero el respeto del prójimo se gana con mucho esfuerzo y por tanto representa un paso complicado si ante todo uno no respeta su propia profesión. Sea cual sea. Los chavales sueñan con quimeras, mientras los mayores miran el reloj para comprobar el tiempo que falta para que termine la jornada. Y eso, no es bueno. Ni para los profesionales actuales, ni para los jóvenes cada día más perdidos, ni, por descontado, para  las nuevas generaciones que ya están llamando a la puerta de la universidad.

Algo hay que hacer.

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