domingo, 14 de noviembre de 2010

"La visita" 1/10

Buenas a tod@s,


Este blog no pretende únicamente "criticar al que critica", pues es un espacio en el que -desde luego me gustaría- se pueden compartir observaciones, críticas, y ello bajo cualquier forma; historieta, comentarios, novela, crítica, música, en cualquier tipo de género artísitco, político, humano... mandad cualquier opinión o solicitud (con mail en comentario).


Por ahora me permito compartir con ustedes una muy humilde novela corta que escribí hace ya casi un año, mientras pasaba un fin de semana "conmigo mismo" para buscar algo de inspiración.... la mejor amiga, pero también la peor, la más temible y, por descontado, las más malvada.


Vamos por partes, si tengo feedbacks interesantes, pues seguimos, sino es que no interesa y cambiamos de rumbo. Hay sitio para todo!


Sed felices. Sed vosotros mismos.




Maxwell Knight




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LA VISITA //  parte 1 / 10



















La visita


Maxwell Knight
© 03.2010








1.     Ciertamente, intentaría controlar la situación.

Daniel dirigió su Mini descapotable hacia la salida del aparcamiento del monasterio, a unos trescientos metros al este de la entrada principal. Yo todavía no lo sabía, pero desde el ventanuco de mi habitación se hubiera visto sin problemas, incluso podría haber seguido su ruta hasta fácilmente pasados dos kilómetros, carretera estrecha y zigzagueante abajo.
Inspiré una bocanada de aire helado y me giré hacia la fachada de la hospedería. A lo largo de muchos festivales de cine, he tenido la ocasión de visitar lugares como el Ritz de París, el Westin Palace en Madrid, incluso el Carlton de  Nueva York y, viendo ahora la subida de escaleras que llevaba hacia la entrada de la hospedería del valle, me quedé un tanto anonadado. Aunque, no tanto por la (exquisita) sobriedad de su exterior, como por el hecho de que en ese lugar, pensé, no habría servicio de habitaciones.
La nieve cubría la totalidad de la explanada. Tuve que seguir unas grandes pisadas para no hundirme y poder alcanzar la puerta de entrada de la hospedería.
Al caminar por el suelo del hall de recepción, (una gigantesca habitación excavada en la piedra) el silencio se tornó más preocupante que el ambiente que protagonizaba el exterior de la fría y solitaria abadía. Aunque por poco tiempo. Una mujer apareció:
-          Buenas tardes,  señor.
-          Buenas tardes… Soy Raúl. –dije, un tanto desprevenido.
La recepcionista, no demasiado mayor aunque ciertamente en edad de jubilarse, agachó la cabeza y observó su registro grisáceo.

-          Han llamado la semana pasada para reservar… –continué.
-          Efectivamente –interrumpió ella– Aquí está. El señor Martín.
Alzó su mirada y habló nuevamente:
-          Necesito algún documento, por favor.
-          Cómo no. –respondí sacando mi DNI.
Creo que pasó una eternidad hasta que acabó de copiar en un folio todos mis datos. Antes de devolvérmelo, escrutó con desfachatez mi ser al completo y hasta consiguió avergonzar mi propia sombra, ello solo con la dureza de su mirada.
Acto seguido, la mujer encendió las luces de un larguísimo pasillo que parecía conducir al piso de las celdas, antaño habitadas por los monjes y reconvertidas hoy en cuartos de hospedaje.
Ciertamente, intentaría controlar la situación.

**


2.  O cualquier cosa.

Definitivamente era un cuarto muy pequeño. Quizá de unos ocho metros cuadrados, incluyendo el minúsculo cuarto de baño. Confieso que al entrar sentí una pequeña decepción, (olvidémonos del servicio de habitaciones. O… del servicio de transporte… del SPA… de las tiendas del lobby…) ya digo, no me sentí decepcionado por la austeridad del lugar, pues cualquier atisbo de lujo quedaba aparcado el día que a uno le hacen una reserva en un monasterio, sino por la delgadez de los muros, y por tanto la falta de privacidad que ofrecía el lugar; Cada paso que daba retumbaba con dureza sobre el frágil suelo de madera. Sin hablar de la cama, hecha con la misma materia prima y que crujía sin igual.
Pero solo fue cuestión de minutos.
Después, sentí la paz y el sosiego que flotaban en el ambiente. Por primera vez desde hacía días, seguramente semanas, me sentí bien conmigo mismo. Y tranquilo. Esta escapada era algo que necesitaba hacer, Daniel tenía razón.
Cuando terminé de colocar mi ropa en un hueco que desempeñaba la función de perchero, observé que la noche había caído sin avisar, de golpe, y reparé en que no había ningún tipo de iluminación en toda la abadía. Salvo un punto de luz, a lo lejos, exactamente frente a mi ventana,  que reconocí como una de las buhardillas del monasterio, que formaba un perfecto cuadrilátero cuyos edificios principales, hospedería y escolanía, se enfrentaban.
Con paciencia y advirtiendo cualquier detalle, pude distinguir una sombra moverse, cruzando de lado a lado la habitación, que no debía encontrarse a menos de trescientos metros de mi ventana. Saludé alzando la mano pero nadie respondió. Así que alcé los brazos e hice signos más llamativos. Al cabo de unos instantes advertí que la sombra se detenía justo en el centro de la habitación. Y un brazo se alzó y cruzó el aire de un lado a otro, devolviendo mi saludo. ¿Quién podía ser? ¿Un monje? ¿Uno de los chavales del internado (la abadía funcionaba como escuela y contaba con uno de los coros juveniles más solicitados)? ¿Algún profesor, quizá? No tenía ni idea. De hecho, podría ser cualquier persona.
 O cualquier cosa.

**

3.    Por si acaso.

Como era de esperar, el comedor actual se había adueñado de la sala más grande del monasterio, antaño probable salón de actos. Una escena de San Pedro en compañía de dos ángeles presidía el enorme muro de granito frente a las humildes mesas; decenas. Unas juntas, otras solitarias, dispuestas a recibir a sus invitados.
Mientras intentaba comer las acelgas hervidas que la misma recepcionista de antes me sirvió, ahora reconvertida en camarera, (aunque por sus aires, su tono y la severa eficacia del servicio, me hubiera atrevido a decir que la reconversión era más bien en sirvienta) observaba discretamente los demás comensales:
Un matrimonio impecablemente vestido, él calvo y aire severo, ella demasiado delgada y con sonrisa tierna, tres jóvenes retoños, vestidos iguales, raya en el pelo, y todos, comiendo en silencio. Un grupo de parejas, en compañía de un cura joven, rezando antes de sentarse a cenar. Dos señoras mayores, una con aires de famosa escritora de empalagosas novelas, la otra muy bajita y con pinta de ser su secretaria. Y amante.
Me serví otra copa de vino. Y decidí que sería la última por hoy.
Las palabras de Daniel, mi agente, amigo y confidente, (y probablemente la única persona en conocerme realmente) resonaron con fuerza en mi mente:
-          No hagas nada raro. Ya me entiendes. Llámame si necesitas cualquier cosa. Y sobre todo –gritó por la ventanilla del coche antes de irse– Ten escritos diez folios del guión para los alemanes. Y, a poder ser, ¡tenlos para el lunes!
No tenía ninguna intención de hacerle caso. Solo necesitaba olvidar.
Mi mente volvió al comedor. Y a las acelgas. De hecho hice bien en no apurar el vino, pues aún sin saberlo todavía, la botella que ya estaba sobre la mesa cuando llegué me esperaría al día siguiente. Esto es; mi mesa, mi botella. La asignación que la recepcionista había realizado y que debía respetar hasta mi marcha, en un par de días.
Daba igual, antes de que Daniel me recogiera, había comprado un par de botellas de vino.
Por si acaso.


**

parte 2/10 (miércoles 17.11.10)




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