viernes, 19 de noviembre de 2010

La visita (3/10)


1.      Luego, ambos salimos.

El agua caliente me hizo daño. La piel me estaba hirviendo, y tardé varios minutos en volver a notar el cuerpo como algo íntegramente mío. Sentía como miles de hormigas recorrían mi espalda al unísono, poniéndome el vello de punta. Pero el vaho resultaba tranquilizador, y el goteo del agua sobre agua, una música dulce.
 El pequeño cuarto de baño me pareció entonces ser el mismísimo paraíso.
Al rato, entró un chico de unos veintiocho años, alto, esbelto y, por qué no decirlo, realmente hermoso. Su vestimenta reveló que mi salvador era un monje de la abadía y que, probablemente, me encontraba en el edificio frente a la hospedería. En su habitación.
Entonces realicé que no sabía cómo había llegado hasta allí. Pero el caso es que estaba desnudo y metido en una bañera. El chico me miraba, sonriente y cuando quise reaccionar, aunque fuera para taparme un poco, el dolor me lo impidió; la espalda me decía que la caída había sido realmente dura.
-          Espera –dijo el joven, mientras me ayudó a levantarme.
-          ¡Joder! –exclamé– ¡Me he debido romper algo!
El monje sonrió y contestó:
-          En realidad, has tenido suerte.
Cuando conseguí levantarme, me tendió una toalla. Incluso me ayudó a secarme, pues me era del todo imposible agacharme o doblar la espalda, y la verdad, sentí bastante vergüenza.
-          Te dolerá todavía más. –me dijo.
-          ¿Más? –exclamé.
-          Sobre todo cuando te despiertes mañana. –dijo solemnemente.
Admito que mi mirada se perdió unos instantes en sus profundos ojos verdes. Y creo que lo notó.
Entonces me di cuenta de que todavía no le había dado las gracias.
-          Has sufrido un golpe muy fuerte. Tus músculos todavía están tensos. –observaba mi cuerpo– Eso neutraliza ciertas molestias. Pero cuando te sosiegues, te dolerá más. –sentenció.
-          Es muy… –dudé un segundo– Aclarador. –terminé.
-          ¿Te gusta la competición de motocicletas? –preguntó, descolocándome por completo.
-          No sé,  te refieres a Dani Pedrosa, ¿o algo así? –dije, sintiéndome bastante estúpido.
-          Hace ya muchos años, cuando la máxima categoría todavía se denominaba según la cilindrada autorizada, ocurrió un terrible accidente.
La verdad es que mientras terminaba de secarme, no pudiendo moverme, asistiendo de manera forzosa a tal surrealista escena, sentí algo de simpatía por el joven. Seguí escuchando su discurso que, honestamente y para mi sorpresa, me estaba interesando.
-          Dwain Sacks, excelente piloto australiano, perdió el equilibrio en una curva cerrada en Suzuka y se cayó. –Dijo.
-          Claro. –Asentí. Debió ser horrible… –Volví a sentirme estúpido por mi respuesta.
-          Eso no fue lo peor. Lo peor llegó cuando su compañero de equipo, Hill, llegó a su altura y no vio el cuerpo tendido en el suelo.
Escuchaba sus palabras embaucado por su manera de ser y de transmitir tranquilidad, inmerso en una especie de hipnosis.
-           ¿Qué pasó? –pregunté, ávido por conocer el desenlace de la historia.
-          Lo atropelló, claro. –dijo suavemente– Simplemente, Hill le pasó por encima.
Yo no entendía por qué me estaba contando todo eso. ¿Quizá para decirme que lo mío resultaba ser una nimiedad frente a lo que le había pasado al australiano ese? Seguramente, sopesé.
-          Pero Sacks se levantó y consiguió caminar hacia la meta. Al verle andar con tranquilidad todo el mundo pensó que había tenido suerte y que con toda probabilidad, su compañero tan solo le había rozado.
-          Pero no fue así. –Me arriesgué.
-          No fue así. La moto de Hill impactó contra él a gran velocidad. Le destrozó los órganos internos. Al encontrase su cuerpo en el estado de nervios en el que estaba, la adrenalina y los músculos agarrotados le hicieron volver. Pero cuando abrió su chaqueta, se desplomó. En realidad ya estaba muerto. Salvo que él no lo sabía.
Necesité unos instantes e inspirar profundamente antes de recobrar la compostura.
-          Me estoy asustando… –Pregunté con media sonrisa y la clara intención de romper un poco el hielo.
El chico me miró seriamente y luego sonrió.
-          Solo pretendía dar un ejemplo… aclarador. –dijo.
Me miró atentamente. Yo no supe qué contestar.
-     Bien. Ahora debes vestirte y tomar algo caliente.
Me ayudó a salir de la ducha con cuidado y me pasó una toalla para cubrirme. Luego, ambos salimos.
**

  1. Cogeremos el pasadizo. –Dijo tranquilamente.
El joven clérigo calentaba agua mientras yo observaba la ropa que me había ofrecido mientras la mía se secaba; se trataba de una especie de túnica que, con toda lógica, debía ser alguna vestimenta religiosa. Finalmente decidí probármela y, la verdad, no parecía sentarme demasiado mal, el tejido blanco caía sobre mi cuerpo cubriendo mis hombros con exactitud y situando una exigua y extraña capucha bajo mi nuca.
El joven se acercó sonriendo, una taza en la mano.
-          Si el Abad te viera...
-          ¿Qué? ¿Hice algo mal? –pregunté.
-          No, ¡no! –exclamó– ¡Lo digo por mí! –se rió– Esa túnica es la que usamos para la misa de los domingos. Si te viera en ella, me caería una buena reprimenda.
-          No es mi intención… –empecé.
-          No te preocupes –zanjó– ¡Te queda bien!
Tomamos el té en silencio.  Tras unos largos minutos, solo apunté a decir:
-          Gracias.
Él me miró y acentuó su sonrisa.
-          No, en serio, si no hubieras estado ahí, no lo contaba. –seguí.
-          ¿Se puedes saber qué hacías fuera a esas horas? –preguntó.
-          Salí a fumar un cigarrillo y… bueno, no vi el hielo.
-          Deberías saber que el tabaco es malo para la salud. –soltó, muy serio.
-          Desde luego, no te puedo decir lo contrario.
-          Era una broma. –dijo el monje, sonriendo– Una broma muy mala, la verdad.
-          Sí, las he oído mejores. –repliqué, en confianza.
Tras unas risas, alcé la mirada y decidí indagar un poco en su vida. Al fin y al cabo, sentía que podía ser sincero con mi benefactor.
-          Eres muy joven. –dije.
-          Eres muy observador. –replicó sin dudar.
-          Perdóname, no pretendía que sonara… raro.
-          No creo que hayas dicho nada raro. –objetó.
-          Ya me entiendes. Solo me intriga el hecho de que hayas decidido dedicarte a esto.
-          ¿Te refieres a servir al Señor? –preguntó.
 -          Sí, eso.
-          ¿Qué te intriga exactamente?
-          En realidad, no lo sé. Con tu edad, yo… no me explico ciertas cosas.
-          Por ignorancia, ¿quizá?
-          Sin duda. Y… a veces, cuando te acercas a algo o a alguien que desconoces, te llevas una sorpresa. Sobre todo si te parece… –dudé unos instantes– interesante.
-          Si te diera las gracias porque piense que te refieres a mí, estaría incurriendo en pecado mortal. –sonrió.
-          Ya. –le devolví la sonrisa– No pretendo que tu jefe se enfade.
-          Entonces, es hora de irse. –dijo.
-          Debe ser tarde. Además, creo que ya me puedo mover. –contesté.
-          Te acompañaré.
-          No hace falta, tan solo dime por dónde… –pero el joven ya estaba poniéndose el abrigo.
-          Si nos ven, te caerá una bronca. –solté con cierto temor– No sé cómo funciona esto exactamente pero no puedo aceptar tu ropa.
El chico me miró unos instantes antes de hablar:
-          Existen suntuosos trajes y grandes túnicas de seda para los obispos. He visto muchas sotanas bordadas con hilo de oro, para los cardenales. –me miró– Togas, cuyos adornos de nácar engrandecían la figura de los antiguos reyes… Pero toda ropa se moja. –Señaló mi jersey y los pantalones empapados sobre el radiador– La ropa, solo es ropa, Raúl.
Entonces me di cuenta de que en ningún momento le había dicho mi nombre.
-          Cogeremos el pasadizo. –Dijo tranquilamente.


**



parte 4/10 (miércoles 24.11.10)

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