miércoles, 17 de noviembre de 2010

La visita (2/10)

1.      Por supuesto, no comulgué.

El incensario se alzó con delicadeza por los aires, dejando, al caer, un rastro opaco que, al retroceder y siguiendo el impulso que el monje le había otorgado, atravesaba y dispersaba por el ambiente, alcanzando los asistentes.
Los hermanos caminaban lentamente y en perfecta formación hacia el altar de la basílica, observados en todo momento por unos enormes y severos arcángeles que, desde lo alto de sus pedestales, invitaban a guardar compostura y serenidad.
            Entonces, la luz se apagó y solo se mantuvo un brillante haz sobre el altar que por ende, iluminaba la figura de Cristo en su agonía. El incienso era niebla. Los religiosos, una manada de bestias en medio de un bosque oscuro, y nosotros, los simples espectadores de una película tan tétrica como hipnótica. En una de las pinturas de los muros, me pareció observar un animal, parecido a un cervatillo, con aire asustado, obligado a asistir a múltiples escenas que desearía no presenciar.
Por supuesto, no comulgué.

**


2.      Y no recuerdo nada más.

Mi estancia se desarrollaba con tranquilidad. Los temores de emprender la bajada hacia el pueblo (seis kilómetros carretera abajo) para irme a tomar una copa o más fácil aún, la necesidad de coger el teléfono y llamar a Daniel para que me devolviera cuanto antes a la ruidosa capital, se habían esfumado; no me interesaba perder el tiempo. Deseaba realmente encontrar algo de paz y dejar al otro lado del valle el “Día Corruptus”, aquel que obliga a obedecer órdenes rutinarias, tan aburridas como improductivas. Estaba dispuesto a dejarme llevar por las laderas y el monte nevado hasta reencontrarme, de algún modo, y emprender un nuevo camino.
Y ojala fuera esa la vía hacia la inspiración, que varios meses atrás, me había abandonado.
Ignoraba que ese sábado terminaría, cuanto menos, de manera peculiar.
Aunque no fumaba con frecuencia, después de la cena me entraron ganas de encender un cigarrillo antes de subir a descansar. El vicio del fumador estaba vedado en todo el recinto, con lo que tuve que salir al exterior. No había nadie frente a la puerta de entrada. Solo nieve y una temperatura que mi delgado jersey no podría combatir, calculé, más de unos minutos. Así que di unos pasos bajo la cúpula del pasillo de piedra que conectaba la hospedería con la escolanía.
De repente, un pájaro desmesurado se posó sobre la barandilla del pasillo. No sabía muy bien de dónde había salido ni cómo reaccionar; aunque me imaginé que un pájaro no podía hacerme (demasiado) daño y me acordé nuevamente de Daniel, quien me dijo que si los bichos eran negros y pequeños, se trataba de cornejas. En cambio, si eran muy grandes, y por la altitud a la que me encontraba, (mil setecientos metros) seguramente fueran cuervos. Éste era enorme. Su oscura mirada me atravesó como una lanza, y graznó con fuerza. 
Cuando me quise dar cuenta, el cigarrillo se había consumido y yo me encontraba al otro lado de la hospedería. Apenas divisaba la tenue luz de la puerta de entrada. Volver no suponía más de tres minutos, a buen paso, y aunque el ligero esfuerzo me había calentado el cuerpo y dado un margen (calórico) algo más amplio, comencé a temblar de frío.



Me sentí como el nadador que se aleja cada vez más de la playa y penetra en el interior del extenso mar. Éste le demostraba su fuerza arrastrándolo con mayor ímpetu cada día, pero el nadador sabía dónde se encontraba el límite, y siempre conseguía emprender la vuelta a tiempo. Me hizo gracia pensar en ello, pues la comparación era escandalosamente ridícula, pero también era cierto que no sentía un frío tan intenso en muchos años. Tenía las manos heladas, ya ni sentía la nariz…
Así que empecé a correr.
Parecía que las ideas volvieran a amueblar poco a poco mi mente. Me sentía, dentro de lo que cabe, bastante mejor desde que había llegado. Mi corazón bombeaba con fuerza. Y me sentía algo más vivo.
Mis pisadas sonaban con fuerza por el largo pasillo y divisaba la entrada de la hospedería. Pensé que iba a dormir profundamente esa noche pero la fatídica placa de hielo a tan solo unos metros por delante tenía otros planes: mi bota pisó con dureza el hielo puro. Y, por supuesto, patinó.
La caída fue brutal.
Me elevé por los aires y caí de espaldas sobre el suelo adoquinado. Mi cabeza golpeó violentamente la piedra, consiguiendo lo que los médicos denominan  una "conmoción cerebral", esto es; una transitoria interrupción de la conciencia a causa del roce de la masa cerebral contra el hueso craneal.
Cuando pude abrir los ojos, no sentí nada. Pero en apenas unos segundos me invadió un dolor atroz, haciéndome temer lo peor: me había roto algún hueso o, más horrible aún, ¡me había roto la espalda! No podía moverme. No sentía el frío del piso bajo mi cuerpo, tan solo el intenso dolor que recorría mis venas.
Mis mandíbulas tiritaban, mi cabeza se puso a temblar. Unas sacudidas incontrolables la emprendieron con una de mis piernas. Sinceramente, en ese momento me dije que si no conseguía moverme, me moriría. Y no lo haría precisamente en el frondoso y oscuro bosque. No lo haría tampoco al despeñarme por una de las laderas del valle, no. Me moriría allí mismo, a cien metros de la puerta de una hospedería porque salí a fumar un cigarrillo. Desde luego, si era cierto que existía un más allá, iba camino de convertirme en su bufón más preciado.
Pasaron varios minutos. Puede que veinte, o incluso más. Entonces pensé que debía tener una pinta horrible, como la de esa gente que a veces los montañeros encuentran congelada. Seguramente la tez de mi cara se había tornado azul y mis miembros estaban más hinchados de lo habitual.
Reparé entonces en que había sangrado. La nieve cercana a mi cabeza tenía manchas rojas. Pero no podía decir de donde procedían.
Tenía que hacer algo.
Conseguí mover un pie apenas unos centímetros. Luego el otro. Después una mano, (que ya no sentía) luego la otra.
Sabía que, al menos, debía intentar recoger los brazos hacia mi pecho para irrigarlos mejor. Cerré los puños, cabreado e impotente. Cerré los ojos y respiré lentamente el aire que entraba por mi boca como una cuchilla afilada. Y cuando los abrí, me llevé el mayor susto de mi vida:
Un hombre me miraba en silencio.
No pude gritar (¡juro que lo intenté!) pero ningún sonido salió de mi interior.
Entonces, él se agachó y posó su mano sobre mi frente, con cuidado. Pasó sus dedos por mi cuello, apretando ciertos puntos aunque sin demasiada fuerza. Luego, me miró. Ladeó mi cabeza y finalmente dijo con suavidad:
-          No te preocupes. Estás bien.
Y no recuerdo nada más.

**


parte 3/10 (viernes 19.11.10)






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