viernes, 26 de noviembre de 2010

La visita (5-8/10)

1.      Creo que ya es hora de descansar un poco.

Los últimos metros del pasillo dieron paso a unas escaleras estrechas y francamente empinadas. El monje tuvo que ayudarme, pues apenas podía con mi alma. Distinguía una puerta a lo lejos y esperé que ese fuera nuestro destino. Nos detuvimos ante la pesada puerta de madera.
-          ¿Cómo se siente uno haciendo una película? –preguntó con curiosidad.
-          Siempre que la gente responda de la manera que esperabas, bien. Es un oficio tremendamente egoísta. –contesté, sin dudar.
-          Vaya, entonces casi mejor disfrutar del resultado sin saber cómo se llega hasta él. – concluyó.
-          Exactamente. –repliqué.
-          Me parece algo triste.
-          Hacer una película es costoso. –dije– te pone los nervios a flor de piel, te hace sentir una mierda, pierdes peso, dejas de ver a los que aprecias, descuidas a los que amas. –pasaron unos segundos y nadie dijo nada. Luego continué– Sientes que tienes algo de poder, pero al minuto tienes la certeza de que la crítica te va a destrozar. Es duro. –él me miraba, atento– Mejor el resultado sin saber cómo se llega a él, créeme. –rematé.
Lo miré unos instantes, asintiendo. Luego, el monje abrió la puerta y un soplo de aire helado me golpeó el rostro, erizándome el vello. Abrí bien los ojos y descubrí que nos encontrábamos en una basílica. Era en la que había asistido a misa esa misma mañana. Pero no nos encontrábamos frente al altar, sino muy por encima del lugar donde los feligreses solían sentarse, por encima del propio Cristo, más allá de lo permisible, incluso mucho más arriba que la propia gravedad. El altar daba vueltas sobre sí mismo; los arcángeles ni siquiera podían vernos. Me sentí increíblemente respetable y poderoso. Me giré hacia el monje, igualmente entusiasmado, aunque visiblemente en menor grado.

-          Dicen que desde aquí puedes tomar decisiones sobre tu propio futuro. –dijo.
Me apoyé contra la barandilla mientras recobraba algo de energía y aire. Nos encontrábamos bajo la mismísima cúpula de la basílica, sobre un estrecho camino de piedra que la rodeaba, inaccesible e invisible a los ojos del público.

-          ¡Es impresionante! –exclamé con sinceridad.
-          Sabía que lo apreciarías. –dijo él, algo emocionado.
-          Estamos por encima de Él. –constaté.

El monje se puso serio.

-          No debes decir eso. Tan solo se trata de un lugar, jamás podremos estar por encima.
-          No me refiero a un sentimiento de superioridad, sino a algo físico.  –dije, tranquilizándolo.
-          Claro. –agachó la cabeza.
-          No estés tanto a la defensiva, anda. –solté sonriendo. El monje se iba abriendo poco a poco y sacudió la cabeza como diciendo “Señor, Señor…”
-          Me recuerda a una de mis visitas a Roma. –el chico me miró, visiblemente interesado– Rodábamos una secuencia para una serie de televisión y aunque fue complicado, el Vaticano nos autorizó la entrada en la Chiesa di San Apollinare. Fue toda una experiencia, ¿sabes? –Dije.
-          ¿Sí? –preguntó con suma curiosidad– ¡Me encantaría saber algo de ella!
-          La verdad es que no soy un gran conocedor, solo te puedo decir que fue construida alrededor del siglo VIII, sobre los restos de un edificio romano.
El chico escuchaba todas y cada una de mis palabras con auténtica pasión. Me di cuenta de ello y seguí hablando.  

-          La iglesia y un convento añadido fueron cedidos en 1575 a los Jesuitas, quienes unos años después alzaron el suelo debido al problema de las inundaciones del Tiber.
Entonces mi giré hacía él.

-          ¿Cómo te llamas?

Me miró, sorprendido.

-          Juan. –susurró.
-          Pues Juan, la Iglesia di San Apollinare fue destruida en el año 1742. Pero aunque no existan documentos que lo acrediten, parece ser que un vecino del barrio, un joven monje cuyo padre era un poderoso empresario de la época, consiguió reconstruirla por completo.  El padre era amigo de Ferdinando Fuga. Un arquitecto de gran renombre por aquel entonces. Entre los dos convencieron al Vaticano para volver a poner cada piedra en su sitio.

Juan agachó la cabeza, sonriendo.

-          La última parte de tu relato me suena a algo un tanto… extraordinario.
-          Entonces, cuando vayas a Roma, no dejes de contemplar la iglesia.
-          ¿Has estado en la basílica de San Pedro? –preguntó.
-          Claro.

El chico agachó la cabeza.

-          Nunca pude ir. –dijo él, dócil.

Le observé largo rato antes de seguir.

-          Es un lugar especial. No conozco ningún otro sitio como ése. –repliqué, sabiendo perfectamente el efecto que causaban mis palabras.

Juan alzó su mirada.

-          Salvo éste. –dije.
-          ¡No digas sandeces…! –contestó.

Entonces me giré y pregunté:

-          ¿Por qué me trajiste hasta aquí?

El monje dudó unos instantes. Luego inspiro con fuera y habló:
-          ¿Querías buscarte, o reencontrarte? Pues bien, éste es el lugar y el momento. ¿Qué deseas para tu futuro?

Admito que la pregunta me descolocó. Pensé unos instantes, y con la certeza de que no podría llevarle a mi terreno, simplemente respondí:

-          Volver a sentir algún día lo que sentí al conocerte.

Él me miró, una sonrisa pintada en sus labios.

-          Me encantaría que pudieses irte de aquí en paz, sabiendo que eres libre y que el Señor siempre iluminará tu camino.

Antes de poder articular palabra, se adelantó:

-          Gracias por tu ayuda, Raúl.

Me quedé sin palabras al principio y finalmente contesté:

-          No. Gracias por tu ayuda, Juan. –respondí.

Entonces, habló por última vez:

Debería acompañarte hasta la hospedería. Creo que ya es hora de descansar un poco.














(partes 9,10 lunes 26.11.2010)

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